Caribe atómico

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SINCELEJO 1991-1995

Caribe atómico. By Freddie Uribe

Nuevamente instalado en la casa familiar y, después de haber vivido algunos maravillosos años casi en libertad, fue duro de sobrellevar.

Antes de salir por primera vez del pueblo, las comparaciones no existían, pero ahora podía ver con total claridad la bestial diferencia que había entre un sitio como Sincelejo y una gran ciudad como Bogotá. Cada día de mi existencia era una añoranza por esa metrópoli edificada sobre una meseta en lo alto de los Andes colombianos.

El enfado de mi madre, y con toda razón, por no haber terminado una profesión, era manifestado a todas horas; sobre todo, durante los primeros meses. Sin nada que hacer, salvo leer y ver la tele, el fracaso de quien se esperaba grandes logros, era aún más estruendoso.

La falta de amigos -todos estaban estudiando «como tenía que ser», decía mi progenitora-carcelera- me dejaba a merced de días largos y pesados en donde nunca pasaba nada. El dinero escaseaba en mis bolsillos; su ausencia era una parte importante de ese castigo que me obligaba a no salir nunca de casa, mientras “una machacante voz” me recordaba «los millones de pesos invertidos en mi fallida educación». Hoy puedo decir con voz alta y clara, que he devuelto cada uno de esos pesos, y con un interés muy alto.

Los vecinos y conocidos que visitaban asiduamente la casa, no obstante, traían momentos de esparcimiento que eran altamente agradecidos. Otra forma de matar el tiempo era a través de novenas católicas donde pedía «ganarme una lotería que nunca compraba o convertirme en un actor de Hollywood». Cuando la casa se quedaba a oscuras, me imaginaba viviendo en tierras prósperas donde todo era perfecto, donde todo era felicidad, gracias al porro de marihuana que solía fumarme cada noche en el balcón de la primera planta.

La oferta de un trabajo vino de la mano de un pariente de la familia llamado Manuel del Cristo Monterrosa. De la noche a la mañana, me vi vestido de lino y calzando zapatos de cuero para ejercer un cargo nominal en un ente gubernamental que no necesitaba de un ejecutor real; un trabajo que hoy considero una mancha en mi hoja de vida, pero que, en ese momento, me sacó de casa y me dio algo parecido a la libertad.

La consecución de un sueldo mísero y casi siempre pagado a destiempo generó posibilidades que unos meses atrás eran prácticamente impensables; para que después digan que el dinero no da la felicidad. Salir de casa cada día, además de librarme de la mañanera cantaleta materna, me procuró nuevas amistades que serían imprescindibles en mi futuro más inmediato. En esa oficina conocería a Nora Urzola, Marina Merlano y estrecharía mi amistad con Rayo Rosales.

Con el cambio del gobierno local mi puesto de trabajo se evaporó, pero una nueva puerta se abrió, y por fin llegó la definitiva manumisión; tan solo un año después ya estaba listo para volar a tierras europeas. Londres se había difuminado con la inocencia de mi niñez y España, gracias a un amigo emigrado de mi época bogotana, había adquirido una solidez que me permitiría transitar hacia ese futuro tantas veces imaginado, desde el solitario balcón de mi casa.

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Mi madre, una bipolar sentimental, al ver que el hijo se le iba lejos y por sus propios medios, se ofreció a colaborar económicamente con el ansiado viaje, no sin antes meter baza: «viaja, diviértete y ve mundo, ¡Pero, regresa pronto!». Las dos primeras partes del consejo materno fueron seguidas al pie de la letra y, por supuesto que regresé, pero tres años después y solo para recoger en la embajada española en Bogotá el permiso de residencia que me daría la tan soñada y definitiva independencia.»Tu espíritu no esta hecho para vivir en un pueblo».

Freddie Uribe

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