Los primeros vuelos

libros-cultura

BOGOTÁ1985-1990

Los primeros vuelos. By Freddie Uribe

Nunca he sabido o a lo mejor he olvidado por lo prematuro de mi edad, como empezaron mis fantasías. Es harto fascinante que alguien que ha nacido y ha sido criado en un ambiente tan cuadriculado, haya podido siquiera vislumbrar algo más allá de sus propias narices.

Antes de querer ser de la pandilla de «Robin Hood» y de aterrorizarme con «Jack The Ripper» en la pequeña pantalla, he de reconocer que todo lo que olía al «viejo mundo» ya me fascinaba. Algo dentro de mi tenía que saber que, para alguien como yo, alcanzar esas tierras tan lejanas sería algo parecido al Nirvana. El gran error del niño soñador, no obstante, fue compartir de una forma pública sus infantiles ambiciones.

Mi abuela paterna, Emelina Negrete Del Castillo, solía leerme poesía a una edad tan temprana que sus piernas eran la mecedora en la que me arrullaba amorosamente. Viajera de espíritu, la abuela nunca pudo conocer Europa debido a una temprana dolencia que le impedía volar largos recorridos. Si bien, estuvo con todas sus hijas mujeres en un Miami sesentero lleno de cubanos oliendo a exilio.

Esa Europa prohibida la disfrutó la culta mujer gracias a los libros; novelas y revistas como la National Geographic«Geomundo» y libros del círculo de lectores que el abuelo Nelo solía comprar por montones. La abuela, que también tocaba el piano y le gustaba cantar para su nieto favorito, fue una «rara avis» en la dureza de esas dunas caribeñas que solo admitían sonidos de tambores.

TUVE LA SUERTE DE AFICIONARME A LEER TAN PRONTO APRENDÍ A JUNTAR LETRAS

El primer libro que cayó en mis manos fue un regalo de mi tío paterno, Marco Uribe quien, cogiéndome de una de mis manecitas, me llevó una calurosa tarde al parque Santander en donde había una pequeña feria del libro. Después de regalarme uno de Emilio Salgari sobre piratas malayos en los mares del sur, me llevó a la heladería «La Alaska», donde una máquina llena de salchichas semejante a una pequeña noria no paraba de dar vueltas; esa noche probé el primer «perro caliente» de mi corta existencia.

La «irresponsabilidad» del abuelo Nelo al no ponerme restricciones a la hora de usar su enorme biblioteca, me permitió una libertad inusual en un niño que, por edad, tendría que haber estado leyendo cuentos infantiles. Al cumplir los catorce años ya había leído las obras completas de William Shakespeare y, también, «Fanny Hill»; memorias de una cortesana. Esa fue la primera vez que sufrí una erección leyendo un libro.

Tal voracidad demostrada con la lectura empezó a preocupar un poco a mi madre. Para alguien que solo ojeaba revistas de moda y, lo más parecido a un libro que había leído en su vida, eran las historias cortas que Corín Tellado escribía en las páginas de revistas como «Vanidades», la afición de su hijo era algo inquietante. Algunas veces, algo molesta, llegó a gritarme: «Pero, ¡Qué tanto lees!»

HOY SÉ, A CIENCIA CIERTA, QUE FUE LA LECTURA LA QUE ME EXCLUYO DE LA MANADA

Viajé tanto, que terminaba las noches empachado por tanta belleza. El amor, tanto el correspondido, como el no correspondido me convirtieron en un Romeo universal. Las historias de príncipes medievales y renacentistas me hicieron huésped de palacios donde los venenos, las intrigas y los excesos estaban a la orden del día.  La Francia culta y galante de Francisco I me deslumbró y, su nuera, Catalina María Rómula de Médici, sigue siendo hasta el día de hoy, mi personaje histórico más amado. «Pero, ¡qué tanto lees!», gritaba mi madre en la casona vieja del callejón de la Policía, mientras una voz me susurraba: «tu espíritu no está hecho para vivir en un pueblo».

Bogotá fue, tan pronto terminé la secundaria, el primer escalón a subir en la larga escalera de mi vida. Mi empecinamiento por irme a estudiar a la capital cuando, podía perfectamente hacerlo en cualquier universidad de la costa Caribe, generó otro motivo de discordia en la casa familiar. Mi madre, decía que no: Por lejanía y costes; mi padre, no dijo «ni mú». Con un solo enemigo a batir, la batalla fue bastante fácil de ganar: amenacé con no estudiar, si no lo hacía en Bogotá.

El tiempo que viví en la principal ciudad de Colombia lo resumiría como de puro aprendizaje. Estudié tantas cosas a la vez que no terminé ninguna; un absoluto fracaso para el mundo exterior. Mi madre, cometiendo un error de principiante, había puesto todas sus ambiciones en los logros de sus hijos y, sin pararse a pensar siquiera que, cada uno, tenía su propio proyecto de vida.

vista-general-bogota

Los años bogotanos me enseñarían a desenvolverme en una gran ciudad, quitándome de paso el polvo pueblerino que había traído adherido a los zapatos. Los bueno modales capitalinos, mas acordes al estilo europeo, me ayudarían en el futuro a relacionarme en la sociedad madrileña sin ningún tipo de complejos. Hablar bajito y despacio, decir «buenos días”,  «por favor» y dar las «gracias», te convierten en un príncipe en el reino de los garrulos.

DE VUELTA A SINCELEJO

Volver a Sincelejo seis años después y, con el fracaso de no haber terminado una carrera, era algo con lo que no contaba. Una vez más, fue la literatura quien salió en mi ayuda, pero, esta vez, no me permitieron ser un adolescente soñador e inocente; esta vez, tendría que pagar un precio por no haber cumplido con las expectativas esperadas.

Esa casa, llena de voces y miradas acusadoras; de prohibiciones y negativas, se convertiría durante los próximos cinco años en algo parecido a una cárcel. Hasta que por fin pude escapar a Europa, llegué a pensar que mi condena era la mediocridad. Llegué a pensar que, lo mejor sería, como el apenado joven Wether, morir, y volar hacia las estrellas.

Freddie Uribe

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio esta protegido por reCAPTCHA y laPolítica de privacidady losTérminos del servicio de Googlese aplican.

El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Scroll al inicio